23 septiembre 2014

la zona




Tendría que comprobarlo, pero tirando de memoria creo recordar que fue Thomas Mann quien dejó escrito aquello de que cada hombre es una isla. 

Quizá por lo que pueda haber de cierto en esa frase existe un lugar en otra isla, en Inglaterra, sobre el que deseo contarte algo. 

Se llega recorriendo una carretera estrecha, llena de curvas, con frecuencia bajo la lluvia, casi siempre al azote del viento, entre un aire que oscila violento entre la niebla y la luz más cruda. 

Es un camino poco transitado, pero sea la hora que sea puedes apostar la vida a que te cruzarás al menos con una patrulla de policía, un todoterreno de servicios sociales, o el viejo coche de un párroco acostumbrado a que se le empañen las ventanillas.

Diseminados entre la hierba incesante y dura, apenas hay unos pocos árboles admirables, retorcidos por el trabajo de la tempestad continua. Allí se acaba la isla. Acantilado. Termina de un tajo, tan visiblemente irrevocable como sólo puede serlo una decisión sobrehumana. Inapelable.

Es la zona suicida. Es el destino elegido por muchas de las personas de aquel país para escribir su punto final. 

Antes había un hotel, ahora con las contraventanas cerradas. Cerradas porque la erosión va ganándole terreno a la tierra y el abismo viene acercándose milímetro a milímetro. Sólo una demolición puede evitar la caída del caserón por el precipicio, cuestión de tiempo.


Queda, eso sí, un pasarela construida a base de hierro, sostenida por un pilar desde la playa. Su nombre, Clifton suspensión bridge. Desconozco los motivos que llevaron a aquellas dos personas hasta aquel punto. Nada sé sobre las razones que las llevaron a besarse de un modo tan lento, tan largo, entre tanta inclemencia. No lo sé y nada me importa. Durante un momento, sólo fui un testigo fugaz desde otra parte, sólo alguien que pensaba en el hecho de que hay hechos que tienen que servirnos para mantener nuestra fe en la especie humana.


03 septiembre 2014

La fiesta de la insignificancia, Kundera

Ayer se publicó en España la última novela de Kundera. Se ha hecho esperar 14 años. Y yo pensaba que ocurriría algo parecido a lo que pasa en los días de conciertos masivos, cuando la gente pasa la noche a las puertas del estadio y se comparten bocadillos entre las esteras y las sillas de tijera. Creí que pasaría eso pero en todo el país, a las puertas de todas las librerías.

Tiene una explicación. No me siento el único transformado por sus novelas. Me siento uno más. Debemos ser muchas y muchos los que en diferentes momentos de nuestras vidas hemos notado como de alguna forma suave muchos de sus párrafos atravesaban la corteza cerebral y acariciaban lo de adentro dejando una huella. 

Apenas un gesto para dar forma a eso que de manera cursi -y un poco new age- se llama ahora cosmovisión. Cosmovisiones. Formas de ver y comprender la vida, mejor dicho, de tratar de entenderla. 

En ese esfuerzo inconstante y sordo, no se van acumulando verdades sino indicios. Señales disimuladas con las que puedes toparte sin previo aviso, cuando Camus o cuando te cuenta el abuelo aquello mientras riega los tomates y ya no se borra. Y desde luego el humor.

El humor que desconecta los elementos de lo previsto. Lo más eficaz que conocerá el hombre para borrar pizarras y coger la tiza de nuevo sintiéndose un poco más libre y bastante más ligero.

"La fiesta de la insignificancia" tiene para mí un poco de todo eso. Un aire como de fin de verano en el que se celebra la convivencia. La convivencia con uno mismo porque no es fácil esto de andar acompañado a todas horas con las mismas neurosis y los mismos recuerdos. Y convivencia también con algunos pocos, con los amigos, que son de las pocas cosas que uno puede elegir de verdad.

Cuando quieras saber si alguien puede contarse entre los tuyos, es fácil. Basta con preguntarse  si hubo alguna vez uan broma que todavía se recuerda y a la que todavía se vuelve de vez en cuando, nada más que por el afán de la risa, sólo porque está muy bien lo de poder celebrarse juntos.

Aquí el libro, justo aquí.