la zona
Tendría que comprobarlo, pero tirando de memoria creo recordar que fue Thomas Mann quien dejó escrito aquello de que cada hombre es una isla.
Quizá por lo que pueda haber de cierto en esa frase existe un lugar en otra isla, en Inglaterra, sobre el que deseo contarte algo.
Se llega recorriendo una carretera estrecha, llena de curvas, con frecuencia bajo la lluvia, casi siempre al azote del viento, entre un aire que oscila violento entre la niebla y la luz más cruda.
Es un camino poco transitado, pero sea la hora que sea puedes apostar la vida a que te cruzarás al menos con una patrulla de policía, un todoterreno de servicios sociales, o el viejo coche de un párroco acostumbrado a que se le empañen las ventanillas.
Diseminados entre la hierba incesante y dura, apenas hay unos pocos árboles admirables, retorcidos por el trabajo de la tempestad continua. Allí se acaba la isla. Acantilado. Termina de un tajo, tan visiblemente irrevocable como sólo puede serlo una decisión sobrehumana. Inapelable.
Es la zona suicida. Es el destino elegido por muchas de las personas de aquel país para escribir su punto final.
Antes había un hotel, ahora con las contraventanas cerradas. Cerradas porque la erosión va ganándole terreno a la tierra y el abismo viene acercándose milímetro a milímetro. Sólo una demolición puede evitar la caída del caserón por el precipicio, cuestión de tiempo.
Queda, eso sí, un pasarela construida a base de hierro, sostenida por un pilar desde la playa. Su nombre, Clifton suspensión bridge. Desconozco los motivos que llevaron a aquellas dos personas hasta aquel punto. Nada sé sobre las razones que las llevaron a besarse de un modo tan lento, tan largo, entre tanta inclemencia. No lo sé y nada me importa. Durante un momento, sólo fui un testigo fugaz desde otra parte, sólo alguien que pensaba en el hecho de que hay hechos que tienen que servirnos para mantener nuestra fe en la especie humana.