10 noviembre 2005

Claustrofobia y agorafobia

Se han escuchado y escrito infinidad de análisis sobre la ola de disturbios de Francia. Casi todos se centran en el modelo de integración de los inmigrantes, muchos abordan la crisis de autoridad que surgió tras la muerte de Mitterrand, menos reflejan cómo se están organizando las revueltas y pocos tratan el conflicto desde una perspectiva de clase, que es precisamente el factor determinante de todas las grandes movilizaciones que se han llevado a cabo en el país vecino.

En ocasiones, la violencia no se crea, se transforma. Si naciste en una familia con pocos ingresos, estudiaste en un colegio con grandes índices de fracaso escolar, fuiste cuidado en hospitales desbordados, viste como tus padres cambiaban permanentemente de trabajos mal pagados, rellenaste el formulario de una empresa de trabajo temporal y no puedes permitirte el lujo de soñar con un techo; sabes a que primera violencia me refiero. Casi todos los inmigrantes son víctimas de esa violencia, pero no todas las víctimas son inmigrantes.

No son inmigrantes quienes se están sublevando, son ciudadanos. Mujeres y hombres que se sienten encerrados en la desprotección, la temporalidad y la falta de expectativas. En lo más parecido que existe al tercer mundo en el primer mundo. En esa claustrofobia se ha estado acumulando el descontento.

El poder prefiere delimitar el conflicto, siempre lo ha hecho. Sabe que preferimos pensar que el problema afecta a un sector concreto, por eso se esfuerza tanto por ponerle rostro al sublevado, en eso pensaba Sarkozy cuando pronunció la palabra “chusma”, en eso piensa cuando habla de expulsar inmediatamente a los inmigrantes.

Caemos en la trampa: no sobran inmigrantes, faltan derechos laborales, viviendas, escuelas y hospitales. Faltan para todas y para todos, sin distinciones. Falta libertad, igualdad y fraternidad. Falta una izquierda sin agorafobia, una izquierda valiente y verdadera.