07 agosto 2007

las hormigas negras


"Trabajo como un relojero o un joyero de otros tiempos: un ojo cerrado, el otro ojo metido en una lente de relojero semejante a una torre, unas pinzas finas en los dedos; encima de la mesa, delante de mi, no hay fichas, sino un puñado de pedazos de papel donde he ido anotando diversas palabras, verbos, adjetivos y adverbios, y también montones y montones de frases inacabadas, y retazos de expresiones, esbozos de descripciones y todo tipo de experimentos de combinaciones de palabras. De vez en cuando cojo cuidadosamente con las pinzas una de esas partículas, minúscula molécula de un texto, la levanto y la examino bien a contraluz, le doy la vuelta, limo y pulo un poco, y vuelvo a levantarla y vuelvo a analizarla a contraluz, pulo de nuevo una finísima arruga y me inclino e inserto con cuidado la palabra o la expresión en el lugar que la corresponde en el entramado. Y espero. Lo miro desde arriba, desde un lado, con la cabeza algo inclinada, del derecho y del revés. Aún no estoy del todo satisfecho, vuelvo a sacar la partícula que acabo de insertar e intento poner otra en su lugar, o ubicar la palabra anterior en otro hueco de la misma frase, y la saco, raspo un poco más, e intento fijar de nuevo la palabra que había elegido, ¿tal vez en otro ángulo? ¿En un contexto ligeramente distinto? ¿Tal vez al final de la frase? ¿O al principio de la frase siguiente? ¿O no sería mejor subdividir y hacer una frase independiente de una sola palabra?

Me levanto. Doy vueltas por la habitación. Vuelvo a la mesa. Me concentro en eso otro rato, borro toda la frase o arrugo y rompo la hoja en trocitos. Me desespero. Me maldigo en voz alta y maldigo la escritura y la lengua, y sin embargo comienzo de nuevo a componerlo todo.

[…]

Para escribir una novela de ochenta mil palabras debo tomar algo así como un cuarto de millón de decisiones".

El texto es de Amos Oz, puedes encontrarlo en "Una historia de amor y oscuridad"

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