Capítulo 33. La escala
Hace unos años me encontré con una cita, “la madurez consiste en encontrar la seriedad del niño que juega”. Otra de esas frases que se arrinconan entre los pliegues de la memoria. Hasta que brotó enteramente, sin avisar. Ocurrió anoche.
De crío, yo jugaba a levantar castillos y enormes torres y naves espaciales y ciudades y prisiones de las que fugarse y los barcos, también los barcos. Jugaba durante horas en un tiempo suspendido, fluido. Cuando volcaba centenares, millares de piezas en la moqueta azul, se iniciaba el rito. Decidir que hacer, perfilar la idea pero nada de planes, simplemente comenzar.
En algún cumpleaños me regalaron cajas de “Lego”, pero yo siempre preferí las de “Tente”. Supongo que el tamaño, la variedad y el número de hendiduras de sus piezas hacían que me pareciese menos tosco, menos dirigido. Puede que simplemente me acostumbrase mejor a ellas porque fueron las primeras que tuve. No lo sé. El caso es que disfrutaba con la búsqueda, que nunca quise clasificar previamente mi material de trabajo. Iba al montón, seleccionaba exactamente lentamente lo que necesitaba, lo colocaba y vuelta a empezar.
Nunca me quedé sin materia prima, siempre quedaban piezas de sobra. Hasta que un viernes decidí construir un gran barco, el barco más grande que jamás hubiese surcado ninguna moqueta azul. Me empleé a fondo, continué el sábado por la mañana, también por la tarde. Seguía quedando mucho por hacer. Me costó dormir esa noche. El trasatlántico a medio hacer, abandonado... lo imaginaba en la oscuridad, sentía que me esperaba, que me impaciencia se alimentaba de la suya.
Acabé el domingo después de comer. Y es verdad que con mis dos metros de barco apenas tuve tiempo para ver mundo, para ir de la isla que hice con calcetines, a la hecha de libros y otros lugares parecidos. Es verdad que al final del día tuve que deshacerlo todo, y que las partes volvieron a las enormes cajas amarillas de plástico. Pero el recuerdo está aquí, y también el juego, esa extraña seriedad que sigue abriendo el tiempo del placer.
Hoy, como entonces, sigo construyendo a escala. Dejé los barcos. Me dedico a los puentes. Por si fuera cierto que cada ser humano es una isla, puentes de palabras. Para que los caminos sean de ida y vuelta. Porque disfruto eligiendo lo que quiero decirte. Para que no haya prisa, sólo para tí. Hasta que se acaben las piezas y, con la última en la mano, prefiera parar, elija callar. Para volverte a besar.
De crío, yo jugaba a levantar castillos y enormes torres y naves espaciales y ciudades y prisiones de las que fugarse y los barcos, también los barcos. Jugaba durante horas en un tiempo suspendido, fluido. Cuando volcaba centenares, millares de piezas en la moqueta azul, se iniciaba el rito. Decidir que hacer, perfilar la idea pero nada de planes, simplemente comenzar.
En algún cumpleaños me regalaron cajas de “Lego”, pero yo siempre preferí las de “Tente”. Supongo que el tamaño, la variedad y el número de hendiduras de sus piezas hacían que me pareciese menos tosco, menos dirigido. Puede que simplemente me acostumbrase mejor a ellas porque fueron las primeras que tuve. No lo sé. El caso es que disfrutaba con la búsqueda, que nunca quise clasificar previamente mi material de trabajo. Iba al montón, seleccionaba exactamente lentamente lo que necesitaba, lo colocaba y vuelta a empezar.
Nunca me quedé sin materia prima, siempre quedaban piezas de sobra. Hasta que un viernes decidí construir un gran barco, el barco más grande que jamás hubiese surcado ninguna moqueta azul. Me empleé a fondo, continué el sábado por la mañana, también por la tarde. Seguía quedando mucho por hacer. Me costó dormir esa noche. El trasatlántico a medio hacer, abandonado... lo imaginaba en la oscuridad, sentía que me esperaba, que me impaciencia se alimentaba de la suya.
Acabé el domingo después de comer. Y es verdad que con mis dos metros de barco apenas tuve tiempo para ver mundo, para ir de la isla que hice con calcetines, a la hecha de libros y otros lugares parecidos. Es verdad que al final del día tuve que deshacerlo todo, y que las partes volvieron a las enormes cajas amarillas de plástico. Pero el recuerdo está aquí, y también el juego, esa extraña seriedad que sigue abriendo el tiempo del placer.
Hoy, como entonces, sigo construyendo a escala. Dejé los barcos. Me dedico a los puentes. Por si fuera cierto que cada ser humano es una isla, puentes de palabras. Para que los caminos sean de ida y vuelta. Porque disfruto eligiendo lo que quiero decirte. Para que no haya prisa, sólo para tí. Hasta que se acaben las piezas y, con la última en la mano, prefiera parar, elija callar. Para volverte a besar.
1 Comments:
Muchas felicidades en tu XX cumpleaños!!!Lidia
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