21 mayo 2008

Palabras para Claudia -II-

La gratitud es un sentimiento de carácter tardío, impuntual. Puede llamar a tu puerta con años, con décadas de retraso. Puede traerte la certeza de que debiste hacerlo mejor; pero incluso entonces, cuando la culpabilidad despunte, sentirás que despierta tu propia sonrisa, que se estiran los brazos de la serenidad, que respiras felicidad por lo que fuiste. Y entonces podrás ver. Ver lo que no pudiste ver, asomarte a lo que sucedía fuera de ángulo, cuando tu mirada ni siquiera se había atrevido a soñar con la lentitud.

Como aquella vez, más allá de la medianoche, cuando no había cumplido los seis años y las abuelas tomaban el fresco en la calle de la cruz al amparo de una farola. Mi abuelo se había ido a dormir hace ya un buen rato, pero a pesar del cansancio, de todo un día de fútbol, río y bicicleta, todavía me quedaban fuerzas para algún juego en grupo. “Un, dos, tres, escondite inglés”, contaba yo a espaldas de los chicos del barrio. Contaba deprisa, para impedir que ellos llegasen a mi pared, pensando en girar a toda velocidad y sorprenderles moviéndose. Pero al darme la vuelta perdí la voz. Mis amigos sonreían inocentemente, tratando de parecer estatuas, pero tras ellos avanzaba un fantasma. Avanzaba lentamente una figura imponente, cubierta por una tela blanca, avanzaba un rostro irreconocible, demoniaco, nos iluminaba con su linterna aquella criatura de ultratumba que avanzaba y no hablaba, que mascullaba el sonido de una letanía agonizante. Todos me miraban, todos dejaron del mirarme, y al volver la vista atrás, todos el mismo grito. Y todos a correr, cada uno por su sitio.

No era la primera aparición del fantasma, debía ser la cuarta o quinta en lo que iba de verano. La peor, sin duda, la última. Pasé corriendo demasiado cerca y me agarró del brazo. Ya no me soltó: me levantó sin esfuerzo, me cargó como un saco de patatas y tomó el camino de la iglesia. Cada uno de sus pasos confirmaba mi terror. Ese debía de ser el fantasma del que hablaban las abuelas, el que se asomaba en invierno para aullar desde lo alto del campanario. Dando por hecha mi muerte, decidí por instinto hacer de mi fuerza debilidad. Primero me quité las gafas, después las dejé caer y, finalmente, temblando tratando de ser lo más educado posible, logré balbucear entre lágrimas que me llevase donde me llevase de nada podría servirle sin mis gafas, le pedí que me dejase cogerlas, y cuando me soltó salí corriendo como no he vuelto a correr en mi vida.

Eso es lo que había ocurrido en la última ocasión. Pero esa noche tenía un plan, un gran plan: meterme bajo la cama de mi abuelo, él no dejaría que me raptasen. Lo logré. Desde mi refugio pude escuchar las carreras, los gritos de mis amigos, las risas de las vecinas. Dejé pasar un buen rato y decidí salir. Fue al poner la mano sobre el colchón cuando me di cuenta de que mi abuelo no estaba. De pronto, ruido en el pasillo, regreso bajo la cama velozmente. Entra el fantasma, veo como deja la linterna encendida sobre el aparador. Mi corazón retumba. El fantasma se quita la tela. Es mi abuelo en pijama y con careta. Otro latido es posible.
Fotograma de "Frankenweenie", de Tim Burton.
Escuchando Angel, de Massive Attack

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