02 marzo 2013

Suave es la noche / Francis Scott Fitzgerald

“Suave es la noche” es una de las novelas en las que hay que respirar hondo y mirar al techo, como preparándose para el salto, cuando toca empezar algún capítulo. De puro real, resulta terrible.

Pero no quiero hablar de eso en este post –ya enseñé la patita de esa idea hablando de “A este lado del paraíso”, tan sólo quiero reforzarla con el párrafo que viene a continuación, y después seguir con otra cosa.

 “Se habla de que las heridas cicatrizan, estableciéndose un paralelismo impreciso con la patología de la piel, pero no ocurre tal cosa en la vida de un ser humano. Lo que hay son heridas abiertas; a veces se encogen hasta no parecer más grandes que un pinchazo causado por un alfiler, pero siguen siendo heridas. Las marcas que deja el sufrimiento se deben comparar más bien a la pérdida de visión en un ojo. Puede que en algún momento no notemos que nos faltan, pero el resto del tiempo, aunque los echemos de menos, nada podemos hacer”.

Por esos pinchazos se nos van marchando los relatos más valiosos de la vida individual y colectiva. Por eso es bueno no callar no transigir, y también –supongo- hasta arrancarse el brazo a mordiscos y tirarlo a los perros antes de que el mal se extienda.

De todas formas, aspiraba a reflejar aquí otro ejemplo de cómo la época determina la expresión y viceversa. Durante los años veinte y treinta el cine seguía despegando. Era el nuevo medio, el internet de aquella época. Resultaba lógico por lo tanto que influenciara a las demás formas de expresión y, al mismo, tiempo, que tomase oxígeno del arte para prolongar el salto en toda la medida de lo posible.

 Va este párrafo, que no podría haber sido escrito si no hubiese nacido el cine:

 “En toda pieza habitada hay superficies de refracción que sólo notamos a medias: la madera barnizada, el metal más o menos pulido, la plata y el marfil, y aparte de éstos, otros mil transmisores de luz y sombra tan tenues que apenas consideramos como tales: la parte superior de los cuadros, los bordes de lápices o ceniceros, de objetos de cristal o porcelana. Tal vez la acumulación de todos esos reflejos –que invocan a su vez otros reflejos ópticos igualmente sutiles, así como las asociaciones de ideas que parecemos conservar fragmentariamente en nuestros subconsciente, del mismo modo que un vidriero conserva las piezas de forma irregular por si le pueden servir un día- podría explicar por qué Rosemary describió después, como si se tratara de una experiencia sobrenatural- el hecho de “darse cuenta” de que había alguien en la habitación antes incluso de volverse. Pero en cuanto se dio cuenta, se volvió rápidamente….”